
Historia de una mosca
No se puede decir que mis principios fueran muy glamurosos: vine al mundo en una boñiga de vaca. Sin embargo, hay algo mágico en mi nacimiento. Y no me refiero al milagro de la vida, sino a esa sabiduría ancestral que permitió a mi madre calcular el lugar preciso en el que depositar los huevos. Ni muy arriba donde el sol pudiera dañarlos, ni muy abajo donde el estiércol, aún demasiado húmedo, me ahogara.
Durante mis primeros tres días estuve muy ocupada compitiendo con otros insectos por conseguir un preciado bocado de eso que vosotros, los humanos, llamáis caca de vaca y que para nosotras es un exquisito alimento.
Lo mejor vino 10 días después cuando me hice adulta. Como era una chica y tenia otras inquietudes además de la de aparearme, dejé la boñiga y me trasladé a vivir al campo. Entonces, subida en una brizna de hierba, tuve tiempo de apreciar las bonitas vistas de las que podía disfrutar.
Ante mi se desplegaban gigantescas vacas pastando, coloridas flores que los humanos ya no sabéis distinguir, un riachuelo allá a lo lejos, un pastor que observa a sus ovejas apoyado en su cayado… y todo sobre una inmensa alfombra verde.
Mi vida se convirtió en unas permanentes vacaciones en las que solo tenía que preocuparme por cazar pequeños insectos que me alimentaran y ligar con atractivos machos de los que obtener esperma que guardaba en mi interior (no sois vosotros los que habéis inventado los bancos de semen) para elegir después el más apto, el que haría que mis futuros hijitos fueran sanos y guapos, por este orden.
Poco duró mi alegría. Unos científicos me secuestraron y me encerraron en un laboratorio. Me necesitaban para estudiar los residuos que dejan los medicamentos en el estiércol.
Me alimentaban bien, no tenía depredadores al lado, podía tener todo el sexo que quisiera y nunca pasaba frío. Pero esa vida de molicie no era para mi. Acostumbrada a los espacios abiertos, a tener que trabajar duro para conseguir alimento y a respirar aire puro, me asfixiaba en mi nueva casa de cristal y me moría de nostalgia. Añoraba el olor a purín, el ruido de la sembradora, el piar de los pájaros cada mañana, las campanas de la iglesia indicándome el paso de las horas, las constantes idas y venidas del granjero…
Antes de morir de pena quería contaros mi historia. La historia de una de esas moscas del estiércol, a las que llamáis Scathophaga stercoraria pero que muy bien podría llamarse Daniela, la mochuela.